Por Débora Chomski
El 27 de enero es el Día Internacional en Memoria del Holocausto. El siguiente texto trata sobre la alimentación y la cocina en los campos de concentración nazis. De cómo las víctimas de la barbarie nazi, recreaban y se reconfortaban verbalmente con platos y recetas producidos por su imaginación. Dichos recuerdos y aquella manera de comer con palabras, permitió a muchos sobrevivir y no olvidar su condición humana.
"Si sobrevivo sólo quiero cinco panes para comer", contaba un sobreviviente a Claude Lanzmann, cineasta y director de un valioso documental sobre la Shoá. Nos quedaron cientos de testimonios de sobrevivientes que describen cómo la escasez de alimentos y el hambre atroz fueron devastadores. En Auschwitz, un prisionero activo, que trabajaba como mano de obra esclava en minas, canteras, caminos, fábricas recibía alrededor de 800 calorías diarias, cuando las mínimas indispensables para la vida en los campos de la muerte eran 4.800. Además del maltrato físico y psíquico, las jornadas extenuantes, las epidemias y otras enfermedades que causaron estragos en los campos nazis.
Jaime Lipman, otro sobreviviente de Auschwitz que logró huir a la Argentina, dejó sus testimonios a los archivos del Museo Argentino de la Shoá: “El alimento era muy escaso y, dado el estado en que nos encontrábamos, nos convertimos en animales devorando comida (...).Nos levantaban a las 4 de la madrugada, buscábamos el café con 200 gramos de pan -de salvado o directamente de aserrín de madera- y a los golpes comíamos, para ser luego llevados a las minas donde nos seguían golpeando sin razón. En las minas no había SS sino civiles alemanes y allí trabajábamos sin parar 16 horas. De regreso al campo nos dejaban bañarnos y luego, bajo los golpes, nos hacían arrastrar piedras pesadas de un lado del patio al otro, sólo por sadismo. A las 6 de la tarde nos daban otro trozo de pan con una sopa aguada con trocitos de col y nabo y alguna legumbre. Esa era toda nuestra comida".
Olga Lengel, una sobreviviente que escribió en su "Un nuevo motivo para vivir", una novela testimonial sobre su experiencia en Auschwitz-Birkenau: “Cinco veces por semana se distribuían una cucharadita de margarina y una vez por semana, un trocito de salchicha, de origen dudoso (creíamos que era de despojos humanos porque todo se aprovechaba) o dos cucharadas de mermelada. De vez en cuando, se repartían dos cucharadas de leche coagulada a la que se denominábamos queso".
Comer con las palabras
Preparar la comida y dar de comer ha sido, desde siempre, una responsabilidad social y familiar asignada a las mujeres. En los campos de concentración, las prisioneras no dejaron de cumplir este imperativo cultural, con la fuerza de una ley de la Naturaleza, procurando obtener más alimentos para sus compañeras o aprovechando con mucho ingenio lo poco que conseguían.
Hanke Waserman, una sobreviviente del campo femenino de Ravensbrück que logró reunirse con su familia en Israel, fue entrevistada por la investigadora israelí Liora Duchos y explicó:" Nuestra creatividad era muy grande: hicimos comestibles muchos productos que recibíamos y que la mayoría de las veces, eran absolutamente incomibles".
Cuando las mujeres enfermaban o perdían fatalmente a sus familias, intentaban mantener en pie su humanidad, rota de dolor y desesperanza. Entonces junto a sus compañeras de barraca recordaban o imaginaban recetas, para mantenerse conectadas con la vida. En testimonios recogidos en el Museo de Yad Vashem de Jerusalem, Trude Kassowitz quien había perdido a sus padres y su primer marido explicó: "Jugábamos (con otras mujeres) a que era una invitada y me servían café y pasteles. Mi anfitriona me daba una receta y yo simulaba que la anotaba. Lo hacíamos para vencer la sensación de hambre". Lo hacían con la esperanza de sobrevivir.
En los lugares y los momentos más inesperados, tironeadas por los impedimentos de la esclavitud física y el extrañamiento emocional, algunas mujeres dejaron su legado, para no olvidarse que alguna vez fueron personas normales, dignas y respetables, que disfrutaban de la vida. En conversaciones secretas o en los escasos momentos de distensión que podían aprovechar, las mujeres de los campos de reclusión nazis compartían recetas de diferentes procedencias, jugaban con los ingredientes incorporándolos en cantidades “racionadas" o exageradas o incluyendo ingredientes extraordinarios o no kasher (no puros, según las leyes dietéticas judías) o que nunca habían empleado realmente en la cocina.
En algunos casos las prisioneras de los campos escribían las recetas que recogían durante las estancias por diferentes campos. Las escribían en cualquier clase de papelito: desde folletos de propaganda nazi a trocitos de hojas que cambiaban por raciones de pan. Estos testimonios son un legado único de varias generaciones y culturas que fueron exterminadas. Y son además una muestra de un lenguaje de expresión realista y una literatura testimonial nacida de las voces desgarradas y los recuerdos de las víctimas.
El 27 de enero es el Día Internacional en Memoria del Holocausto. El siguiente texto trata sobre la alimentación y la cocina en los campos de concentración nazis. De cómo las víctimas de la barbarie nazi, recreaban y se reconfortaban verbalmente con platos y recetas producidos por su imaginación. Dichos recuerdos y aquella manera de comer con palabras, permitió a muchos sobrevivir y no olvidar su condición humana.
"Si sobrevivo sólo quiero cinco panes para comer", contaba un sobreviviente a Claude Lanzmann, cineasta y director de un valioso documental sobre la Shoá. Nos quedaron cientos de testimonios de sobrevivientes que describen cómo la escasez de alimentos y el hambre atroz fueron devastadores. En Auschwitz, un prisionero activo, que trabajaba como mano de obra esclava en minas, canteras, caminos, fábricas recibía alrededor de 800 calorías diarias, cuando las mínimas indispensables para la vida en los campos de la muerte eran 4.800. Además del maltrato físico y psíquico, las jornadas extenuantes, las epidemias y otras enfermedades que causaron estragos en los campos nazis.
Jaime Lipman, otro sobreviviente de Auschwitz que logró huir a la Argentina, dejó sus testimonios a los archivos del Museo Argentino de la Shoá: “El alimento era muy escaso y, dado el estado en que nos encontrábamos, nos convertimos en animales devorando comida (...).Nos levantaban a las 4 de la madrugada, buscábamos el café con 200 gramos de pan -de salvado o directamente de aserrín de madera- y a los golpes comíamos, para ser luego llevados a las minas donde nos seguían golpeando sin razón. En las minas no había SS sino civiles alemanes y allí trabajábamos sin parar 16 horas. De regreso al campo nos dejaban bañarnos y luego, bajo los golpes, nos hacían arrastrar piedras pesadas de un lado del patio al otro, sólo por sadismo. A las 6 de la tarde nos daban otro trozo de pan con una sopa aguada con trocitos de col y nabo y alguna legumbre. Esa era toda nuestra comida".
Olga Lengel, una sobreviviente que escribió en su "Un nuevo motivo para vivir", una novela testimonial sobre su experiencia en Auschwitz-Birkenau: “Cinco veces por semana se distribuían una cucharadita de margarina y una vez por semana, un trocito de salchicha, de origen dudoso (creíamos que era de despojos humanos porque todo se aprovechaba) o dos cucharadas de mermelada. De vez en cuando, se repartían dos cucharadas de leche coagulada a la que se denominábamos queso".
Comer con las palabras
Preparar la comida y dar de comer ha sido, desde siempre, una responsabilidad social y familiar asignada a las mujeres. En los campos de concentración, las prisioneras no dejaron de cumplir este imperativo cultural, con la fuerza de una ley de la Naturaleza, procurando obtener más alimentos para sus compañeras o aprovechando con mucho ingenio lo poco que conseguían.
Hanke Waserman, una sobreviviente del campo femenino de Ravensbrück que logró reunirse con su familia en Israel, fue entrevistada por la investigadora israelí Liora Duchos y explicó:" Nuestra creatividad era muy grande: hicimos comestibles muchos productos que recibíamos y que la mayoría de las veces, eran absolutamente incomibles".
Cuando las mujeres enfermaban o perdían fatalmente a sus familias, intentaban mantener en pie su humanidad, rota de dolor y desesperanza. Entonces junto a sus compañeras de barraca recordaban o imaginaban recetas, para mantenerse conectadas con la vida. En testimonios recogidos en el Museo de Yad Vashem de Jerusalem, Trude Kassowitz quien había perdido a sus padres y su primer marido explicó: "Jugábamos (con otras mujeres) a que era una invitada y me servían café y pasteles. Mi anfitriona me daba una receta y yo simulaba que la anotaba. Lo hacíamos para vencer la sensación de hambre". Lo hacían con la esperanza de sobrevivir.
En los lugares y los momentos más inesperados, tironeadas por los impedimentos de la esclavitud física y el extrañamiento emocional, algunas mujeres dejaron su legado, para no olvidarse que alguna vez fueron personas normales, dignas y respetables, que disfrutaban de la vida. En conversaciones secretas o en los escasos momentos de distensión que podían aprovechar, las mujeres de los campos de reclusión nazis compartían recetas de diferentes procedencias, jugaban con los ingredientes incorporándolos en cantidades “racionadas" o exageradas o incluyendo ingredientes extraordinarios o no kasher (no puros, según las leyes dietéticas judías) o que nunca habían empleado realmente en la cocina.
En algunos casos las prisioneras de los campos escribían las recetas que recogían durante las estancias por diferentes campos. Las escribían en cualquier clase de papelito: desde folletos de propaganda nazi a trocitos de hojas que cambiaban por raciones de pan. Estos testimonios son un legado único de varias generaciones y culturas que fueron exterminadas. Y son además una muestra de un lenguaje de expresión realista y una literatura testimonial nacida de las voces desgarradas y los recuerdos de las víctimas.
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